Era hermoso aquel tiempo
de ilusión florecida
desplegándose al viento, cuando madre encendía los candiles del alma
con sus ojos de cielo.
Era hermosa la nada, la asombrosa inocencia, la alegría creciendo
sin razón aparente, campanario tañendo. La gozosa embestida
de la mágica vida porque el mundo era nuestro.
Suelo verme los ojos en lo gris del espejo
preguntando indefensos
qué de mí se ha quedado
sin respuesta ni amparo qué de mí ya no tengo.
Pero sé sin embargo que la vida me ha dado
a beber de su fuego
que sentí sus fulgores
en el alma y el cuerpo
que morí en sus dolores, me entregué a sus amores ...
Y que no me arrepiento.